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Dodos y mastodontes: narrativas de un viaje sin retorno
En la segunda planta del museo de historia natural de París hay una exhibición científicamente rigurosa y teatralmente concebida: la sala de las especies amenazadas y desaparecidas. La entrada está decorada con molduras de yeso, algunos grabados decimonónicos y un par de vitrinas anticuadas.
En la segunda planta del museo de historia natural de París hay una exhibición científicamente rigurosa y teatralmente concebida: la sala de las especies amenazadas y desaparecidas. La entrada está decorada con molduras de yeso, algunos grabados decimonónicos y un par de vitrinas anticuadas. Una de ellas contiene una estatua polícroma que representa al pájaro dodo de la isla Mauricio y la otra un ejemplar falso de esta misma especie, fabricado por algún taxidermista.
La escogencia de esta ave como anfitriona no es casual, pues muchos la consideran un verdadero emblema del fenómeno de la extinción. Pariente lejana de las palomas, fue descubierta en 1598 por los primeros navegantes holandeses que llegaron a esta isla del océano Índico y, menos de un siglo después, había desaparecido para siempre como consecuencia de la intervención humana.
Después de esta antesala, la galería principal está casi a oscuras. A lo largo de sus dos paredes laterales se alinean sendas series de vitrinas, cada una de ellas iluminada por tenues luces de neón, que contienen los restos de un puñado de especímenes a la vez singulares y terribles. Singulares por su rareza y terribles porque cada uno de ellos representa una trayectoria evolutiva que se apaga.
La mayoría de las especies representadas en esta muestra ya no existe. Seres tan icónicos como el tigre marsupial de Tasmania, la gran alca del mar del norte, el tigre de Sumatra, la paloma viajera o el perico de las Carolinas ya son historia. Y como reforzando este mensaje, los especímenes que se encuentran en la sala parecen flotar en la penumbra que simboliza su trágico destino.
La teatralidad de la exhibición no es para menos. Desde hace varios años, distintos investigadores han señalado que el planeta ha entrado en una sexta etapa de extinción masiva de especies. Por eso los lacónicos membretes que acompañan a cada uno de los animales que están en estas vitrinas, recogen una saga que nos enfrenta a la inexorabilidad de la desaparición de todas las formas de vida.
Esta noción, compleja y difícil de asimilar, sólo empezó a emerger a finales del siglo XVIII y finalmente desplazó la interpretación de la naturaleza como una gran cadena del ser, planteada originalmente por Aristóteles. Según esta lectura, la naturaleza era una secuencia progresiva de perfeccionamiento, correspondiente al plan divino de la creación.
En esta filosofía la extinción resultaba inconcebible pues la desaparición de algunos eslabones de la cadena alteraba su armonía. Algo que un demiurgo omnipotente y omnisciente no podía permitir. La creación era pues concebida como una obra terminada, plena e inamovible. Hasta el año de 1796, en el que Georges Cuvier puso en evidencia numerosas pruebas materiales de la existencia de especies animales que ya no nos acompañaban.
En efecto, el naturalista francés demostró que los huesos de mastodontes encontrados en distintos sitios no correspondían anatómicamente a los de las especies de paquidermos vivientes (el elefante africano y el asiático), sino a especies hoy extintas, revelando con ello que nuestro planeta era mucho más viejo y cambiante de lo que se creía hasta entonces. El descubrimiento de Cuvier habría de servir, medio siglo después, como una de las líneas argumentales en la formulación de la teoría de la evolución por selección natural en la obra de Charles Darwin. La demostración de la extinción no solamente liberaba a la historia natural del fijismo implícito en la gran cadena del ser: hacía posible una solución de continuidad entre organismos pretéritos y formas actuales.
Así, los conceptos de extinción y evolución han estado siempre ligados epistemológicamente. Lo cual no es gratuito, dado que la extinción es inmanente al fenómeno de la vida. Cualquier organismo es susceptible de ser borrado para siempre por eventos catastróficos o por una combinación sinérgica de factores, pero también puede desaparecer cuando evoluciona dando origen a otros seres que lo reemplazan.
Ambos procesos iluminan los impactos de la crisis ambiental contemporánea. Aunque la dinámica natural de los ecosistemas puede conducir a la extirpación de una especie, es innegable que los cambios en el uso de la tierra, la sobreexplotación, la proliferación de especies invasoras y los fenómenos asociados con el cambio climático han acelerado este proceso hasta hacerlo equiparable a los eventos masivos de extinción en el pasado remoto. Independientemente del cuestionamiento ético que esto pueda provocar, trae consigo consecuencias tan graves como la alteración de procesos ecológicos esenciales y una capacidad decreciente de adaptación. Cuentas de cobro que la sociedad global apenas vislumbra y que pueden terminar por incluirnos en la nómina de especies amenazadas.
Por su parte, el segundo es el motor que genera nueva diversidad biológica. A lo largo de los siglos cualquier linaje se transforma o se divide y eventualmente se extingue para vivir en su descendencia. Lo que nos recuerda que, aún en ausencia de cataclismos apocalípticos, tarde o temprano todas las formas de vida terminan por desaparecer en el caleidoscopio del proceso evolutivo.

© Luis Germán Naranjo
Estatua del pájaro dodo de la isla Mauricio